Roma; de Alfonso Cuarón
>> Estados Unido-México, 2018.
Por: Javier Enrique Zamorano López
Independientemente de haberse convertido en un fenómeno mediático, tanto por su impecable manufactura técnica (la reconstrucción de época, principios de los años 70s de siglo XX, es de admiración, porque así se veían las calles de la Ciudad de México, en color o en blanco y negro, eso no importa), como por su profundo tema humano (la secuencia del parto, desde la ruptura de la fuente de la sufrida heroína Cleo (Yalitza Aparicio), causada por la impresión de ver al machote embarazador, convertido en halcón paramilitar, apuntándole con la pistola, hasta saber que su hija ha nacido muerta, ahí, en el umbral de la vida) que la convierten en una obra maestra del cine contemporáneo mundial, gane o no todos los premios habidos y por haber, dado que hasta quienes no la han visto hablan de ella y quieren ir a verla, Roma es, lo debo decir, una incursión al universo personal de una valiente mujer que logra la sublimación, ante la misoginia y la discriminación de parte de su pareja ocasional que, dicho sea de paso, se convierte en un lumpen desclasado, como otros de su condición, para servir como instrumento represor del gobierno y represor de movimientos estudiantiles de aquella época echeverrista.
Independientemente de haberse convertido en un fenómeno mediático, Roma es un homenaje sin prejuicios raciales, ni clasistas, del realizador a su nana de origen étnico mixteco. Un homenaje lleno de ternura. Recuerdos de una infancia inocente, pura, que imaginaba que “era”, no que “fue” adulto. Un realizador que, aparte de todos los homenajes que hace al cine, se homenajea, merecidamente a sí mismo, sin pretensiones de grandeza, cuando proyecta la secuencia de la película Perdidos en el espacio, haciéndonos recordar su Oscar por la película Gravity.